miércoles, 10 de febrero de 2016

"El hijo de Borges" (prosa apócrifa)

He soñado este cuento, tal cual, y ahora tengo la necesidad de hacérselo llegar a mis lectores. Como verán, ensayo una prosa apócrifa que juega, asimismo, con una biografía imaginaria de Borges. Espero que, cuando menos, no les disguste. FGJ

"El hijo de Borges (prosa felizmente apócrifa)"

Para Bruno, Rocío y Cristian

Casi al llegar a la dorada edad de los cincuenta, Leonor Acebedo le aconsejó a Borges: “Anda, amontona unas almohadas (las lentas dunas de ese gran mar que es la inmensa noche), busca una buena mujer y procúrate un hijo”. Al cabo de unos meses, Borges le mostraba, no sin cierto vano orgullo, una menuda persona envuelta en ropas blancas a la que paseaba una mujer contundente: “Ahí va mi vástago, toda la esperanza”, pareció decir entre dientes su feliz padre. Se llamaba simplemente Diego. Diego Borges fue construyendo sus primeros datos biográficos apenas sin énfasis. Salvo ser hijo de un padre ilustre y nieto de un tal Jorge Borges, el niño no se alejó ni lo más mínimo de aquellas exigencias que le marcaba inexorable su corta edad. Acaso no dio con su primer gran rasgo personal hasta que afirmó que no soñaba y que sentía cierto desdén por los libros. El desdén se volvió furibundo odio biblioclasta al ingresar en la escuela elemental. “Es detestable que haya libros y escritores”, llegó a decir a la temprana edad de seis años, “los primeros emborronan las imágenes reales, los segundos las pervierten. Nada mejor que un disparo directo y contundente”. A partir de entonces, su padre apenas volvió a hablar con él de nada, salvo de ciertos detalles concernientes a una remota adolescencia en Ginebra. No se trataba de una mala relación, tan sólo de un trato definido por gestos tácitos que muy de vez en cuando se rompían con frases enfáticas e improcedentes: “Padre, a mí tan sólo me llama a vivir ese deporte que mis compatriotas, los argentinos, convertirán con el tiempo en una religión pletórica de vesania”. Esto fue lo que llegó a decir el pequeño vástago que apuntaba, ya desde su más tierna infancia, a no ser mucho más alto que su menudo padre, pero sí más grueso. Y. en efecto, Diego Borges no estudió ni leyó nada, consciente de lo que hacía, e incluso fue ensayando con esmero una nueva forma de hablar en la que desaprendía con cuidado propio de un filólogo aquellas palabras y conceptos que su innata condición le había proporcionado, a la manera de un pesado y ominoso acervo paterno-verbal. Todo fue apuntando, con el tiempo, a que Dieguito Borges habría de ser un gran iconoclasta de aquello que su padre amaba: la quietud, Góngora, y los laberintos, frente a su desaforado amor por las esferas. Aunque apenas tuvieran nada de qué hablar, Jorge Luis lo miraba, no obstante, con un risueño y mal disimulado gesto de satisfacción. Pero el gran momento, aquel instante donde ambos parecieron quedar unidos en un simbólico abrazo paternofilial fue cuando, en un parque de Buenos Aires, mientras Borges padre intentaba componer unos versos de memoria, Dieguito le propinó el gran balonazo de su vida. Directo a la despeinada cabeza, fue lo más parecido a un ariete de fuego, casi épico. Todo lo que después pasó ya lo saben mis lectores. Así es como llegó a un mismo tiempo, como si de una ironía de los dioses se tratara, la ceguera de Jorge Luis y la fama mundial de Dieguito. Y de todas aquellas circunstancias magníficamente previstas nació aquel poema inmortal que todos Vds. habrán leído más de una vez, el titulado “Oh, mar, ah, dona”, y que comienza así: "Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez el fútbol y la noche".
“Concluya ya este cuento”, le dijo Diego Armando Borges a su autor, “que por fin he rematado a mi padre”.

lunes, 29 de junio de 2015

Ayer el televisor


Ayer el televisor
Dejó de funcionar
Y todo fue en un instante.

Quise pensar que
No pasaba nada,
Que nada era definitivo.

Entonces caí en la cuenta de
Que, casi sin saberlo,
Es así como vivimos.

Soñamos con el refugio
Estadístico de los días normales,
Huérfanos felices de acontecimientos.

El día de la enfermedad declarada,
El de la muerte de un ser querido,
El del despido, esos son meros días contados.

Confiamos silenciosos en que tales días
Pasen de largo, ante la fila innumerable
De aquellos que la memoria borra.

Por eso, cuando llega la desgracia,
Queremos que ésta no sea más que un breve accidente,
Sin causa y sin efecto. Pero no es cierto.

El televisor no estaba roto,
Nada era irreversible, y aquel día
Siguió siendo una engañosa tregua.

Pedro Asinto

viernes, 14 de noviembre de 2014

El regalo

EL REGALO

Juana esperaba a que llegara Iván, tantos años juntos, con un voluntario ramo de rosas o algo parecido.
Era uno de esos días que el calendario personal se marca con un círculo rojo, una manera de entender que el tiempo habla, confirma las cosas porque se cumplen aniversarios.
Juana estaba feliz, pero tenía cierta desazón. No sé, pensaba, si Juan se acordaría de que hoy es hoy, de que seguimos juntos, de que nuestra vida tiene sentido porque la compartimos.
Recordaba algún día aciago que coincidía, precisamente, con esta fecha. El día, por ejemplo, que tuvo que llevarle ella misma a una joyería para que le regalara una sortija. Nunca creyó lo que Juan, o Iván, le dijo: me has quitado cualquier iniciativa. ¿Qué iniciativa?, se preguntaba Ivana, ¿la de un hombre que jamás tiene iniciativa, que se olvida de todo? Se trataba de poner un poco más de atención en las cosas, de madurar, a fin de cuentas.
Juana seguía pensando en estos malos recuerdos, pero decidió dejarlos a un lado por el momento, pues aquello tomaba visos de convertirse en una repetición y no deseaba provocar nuevos desastres. En realidad, ella también había cambiado mucho desde entonces, pues ya no se enfadaba con tanta facilidad, tan sólo pedía un poco de atención, un detalle, pero no así, a la fuerza. Había que apelar a la iniciativa de Iván, ahora se había dado cuenta de que él tenía razón, tardase ésta en venir lo que tardase.
Juan, además de sus indecisiones y olvidos, no terminaba jamás de ser feliz. Era mejor olvidarse hoy de esas frases que no querían herir, pero que herían. Nunca había sabido lo que quería hacer con su vida, y cuando se le ofreció una vida feliz, en bandeja, no supo aprovecharla.
Ahora es cuando Juana, tras tantos años, se sintió como un ejército que asedia una ciudad y acaso se da cuenta de que todo ha sido en vano. Quizá se empeñó en luchar por vivir junto a alguien que en realidad no existía, que ella misma creó con la lógica implacable de quien quiere tener una vida razonable en un mundo irracional.
Iván, mientras tanto, intentaba reunirse con Juana cuanto antes. Había corrido hasta llegar a la parada del autobús, pero el vacío absoluto de personas le hizo sospechar que acababa de irse todo el mundo ya, sin esperarle, y Dios sabe cuándo pasaría el siguiente coche. Puede que cinco, diez minutos, acaso veinte. Qué curioso, si se suma poco a poco, pensaba, no parece que el tiempo varíe tanto, pero de cinco a veinte minutos hay mucha diferencia. Pasó más de media hora y no llegó autobús alguno. La espera era ya desaforada y preguntó a un responsable de la estación. A las diez salía el último, le respondieron. Pero sin son las diez menos dos minutos. No, caballero, son las once. Creo que su reloj no está puesto en hora.
Tanto correr, tanto pedir permiso y por favor, en la oficina, porque quería llegar a una hora prudente para estar con Juana, porque había apuntado desde hacía meses en un calendario aquel día, porque hoy no iba a ser como siempre. Y qué casualidad. Hoy tuvo que trabajar de mañana a tarde, una urgencia imprevista, aunque eso no significaba el fin, porque tenía previsto llegar cuanto más tarde a las once. Eran las once, pues, y le separaban de Ivana ochenta largos kilómetros y, más aún, la sensación de siempre, la desagradable inquietud de lo inevitable. Pero hoy se había hecho el propósito de dejar a un lado sus dudas, la sombra de haber cometido un imperdonable error al dejar que su voluntad se plegara ante la implacable lógica de Juana, tan vital, tan sabia, tan dueña de las situaciones.
Mira, Juana, lo siento como nunca he sentido nada. Pero se ha dado un cúmulo de circunstancias que me han impedido coger el autobús. Tengo el reloj averiado, precisamente hoy, que llevaba meses esperando... Es una más, Iván, no es más que eso... No, no me entiendes o no me explico, no se trata de un olvido ni de nada parecido... Pues tú me dirás, pues lo del trabajo no podía arreglarse, estoy de acuerdo, pero lo que me cuentas del reloj y de no coger el autobús es uno de tus infinitos despistes... Claro que sí, tienes toda la razón... No es cuestión de tener o no tener razón, es que ya son muchas, Iván, y todo ello sólo responde a un hecho: en realidad no me quieres... No sé qué contestar a eso, cuando me encuentro solo en una estación, agotado y sin nadie que pueda darme una palabra de ánimo... Ya te digo que no se trata de hoy, ni tan siquiera de ayer, me he dado cuenta hace tiempo: tú, en realidad no me querías, o me querías con ese desvaimiento con que soléis querer los hombres. Me merecía otra cosa, he dejado todo por ti, por esta pareja, y ahora sólo encuentro un sombra a mi lado... Pues, fíjate, quizá el cansancio y la desesperación me animan a ser sincero, pero no te voy a decir que no. Tú no tuviste tampoco culpa alguna, pero yo no he hecho más que vivir la vida que me dictaste, a falta de una propia que Dios sabe cuándo habría encontrado... Para entonces no te iba a haber esperado, como ahora tampoco tengo ganas de esperarte... Ya, lo sé, pero no creo que sea momento de... Sí lo es, Juan, cualquier momento es bueno para darse cuenta de que... Pero si hoy es la primera vez que yo... No me importa nada, Iván, se acabó... Espera, Juana, si lo que quería decirte... Adiós, y ahora para siempre...

El teléfono enmudeció, dejando a Juan esa sensación insensata y atolondrada de no saber responder ante las grandes catástrofes. Pensó absurdamente en aquellas fotos de desastres, de incendios terribles donde un superviviente, con cara de no haber pasado nada, sonríe a una cámara. Es curioso, pensó Juan, de ese superviviente, quizá un pobre imbécil, acabará dependiendo después que la vida siga. Y mientras juan, que había perdido hasta la mayúscula de sus nombres, colgaba el teléfono, en un último acto cívico, dejaba caer de su brazo un hermoso paquete forrado con papel de regalo.

martes, 17 de julio de 2012

Albatros entre albatros

Albatros entre albatros



A veces (más que “souvent”)


los poetas se portan sin recato


cuando otros poetas presentan sus libros.


No saben o no quieren ser meros lectores


y se aprestan nerviosos a mostrar su tímido poemario,


su propio libro apenas disimulado,


que busca con ansia al público desprevenido.






A veces (más que “souvent”)


los poetas esperan a un príncipe azul


que los convierta en nombres esenciales


de una historia literaria, y por ello planean


sobre concursos líricos o bosquecillos de maleza


donde, las más de las veces, se agazapan


cazadores sin piedad, como poetas insensibles.






A menudo (sí, “souvent”),


estos poetas temblorosos y desprevenidos


buscan unas palabras de alivio


que los reconforte de la triste experiencia


de escribir un género donde


son más los pastores que el rebaño.


Me miran, creen que soy un mago, y no paso de inútil.

jueves, 29 de marzo de 2012

Como dos arlequines

No sé si era mayor la felicidad de ver mis regalos o la de saber que Fidel apenas tendría nada esa mañana de reyes. Con un sentimiento malsano, sí, alegremente malsano, yo preguntaba a mi madre despistada, más bien cavilando en voz alta, sobre la irrisoria venida de los reyes a la casa del pobre Fidel, o de Fidel, el pobre. Frente a mis coches teledirigidos, daba en pensar que él tendría tan sólo una pelota vieja de tenis, posiblemente quemada por un lado. Frente a mis muñecos articulados y perfectamente equipados, él no tendría más que uno de esos sobres de soldaditos de plástico, fruto de una guerra insulsa, diminutos y mal recortados, que se compraban entonces en los puestos callejeros y que regentaban ancianitas sin pensión. Qué maravilla sentirme a salvo de toda aquella maldita miseria, en particular durante esta mañana luminosa, antes de que las brumas de la sobremesa comenzaran a hacerme sentir, sin nombre todavía, una sensación melancólica que acababa confundida con el blanco y negro del televisor, mientras emitía películas interminables de vaqueros e indios, películas donde sonaba una música heroica y lejana, enlatada en una sensación triste.
La madre de Fidel venía a pedir ropa a mi madre de vez en cuando. Había asumido la pobreza como una segunda piel, al igual que la segunda mano de todo aquello que usaba. En una época de exaltación del derroche, como fue la de mi infancia, aquella pobreza, solemne y de manual, era aún más evidente y despreciable. Fidel venía a veces con ella, siempre callado, más bien mudo como un busto de piedra, y apenas llegaba a mi casa se tomaba un vaso de leche con galletas. Todo mi empeño consistía en que aquel mísero muchacho intuyera el desprecio que yo mismo sentía por los juguetes que atiborraban mi cuarto, mi hastío precoz por la vida regalada que él no tenía, y precisamente por eso él debía apreciar mejor su ansia de bienes materiales en contraste con mi spleen precoz, propio de un poeta decadente y  sin obra.
Sin embargo, un buen día, aquel mundo de infancia donde todo encajaba a la perfección desapareció al mudarnos de casa y de barrio. Tendría entonces unos doce años, y las brumas azules de la infancia se tornaban ahora en atisbos de otras sensaciones más primarias y propias de la adolescencia. La nueva casa conllevó un nuevo colegio, ahora mixto, y comencé a darme cuenta de que aquellas muchachas en flor que ahora poblaban mi nueva clase eran tan tentadoras como mortales. Una de ellas me gustaba especialmente, Remedios se llamaba, y no resultaba ciertamente un remedio de amor para las cuitas que comenzaban a despertar dentro de mí. Ahora descubrí cómo los fines de semana eran largos desiertos que había que atravesar hasta llegar al nuevo lunes, al oasis de la clase, donde acabaría encontrándola para que renovara mis dolores, tras haberse atenuado éstos un poquito durante la tarde del domingo. Todas estas cosas sentía hasta que descubrí dónde vivía el objeto de mis cuitas, circunstancia que abrió una nueva posibilidad a mis sueños. Reme era muy simpática, y no había cosa que no me gustase de ella, salvo los numerosos moscones que la rodeaban, por supuesto más altos y guapos que yo. Así andaban las cosas cuando me comunicaron en casa que Fidel y su madre iban a venir a visitarnos a nuestro nuevo hogar. Aquella noticia despertó en mí algo de nostalgia, no tanto de una casa perdida como de una vida donde aún no sentía las zozobras de muchachas como Reme, donde me bastaba mi pequeño mundo mezquino y poco más.
Al fin llegaron a mi nueva casa Fidel y su madre. Aunque había pasado casi un año, aquella mujer nos devolvió al pasado como si tan sólo hiciese un día desde nuestra mudanza. Su actitud resignada y pedigüeña era algo tan asumido por su persona que apenas podría imaginársela ya de otra manera. Sin embargo, Fidel había cambiado, pues le asomaba la sombra de un bigotillo sobre el labio, y se le había puesto cara de tonto, un poco diferente de la cara de niño desvalido que solía gastar. Nos sentamos en mi cuarto y mi madre nos trajo, como siempre en la otra vida ya pasada, unas galletas con leche. Le volví a enseñar, como antaño, mis nuevos juguetes, intentando representar la displicencia de un niño harto de tantas cosas. Sin embargo, aquellos juguetes ahora me dolían, me mostraban una realidad lejana de Remedios, que andaría existiendo en una dimensión ajena a mi dolor, a mi desconsuelo, a mi triste vida sin poderla ver. Casi sin darme cuenta, invité a Fidel a dar una vuelta conmigo para enseñarle cómo era mi nuevo barrio, más alejado del centro de la ciudad. Fidel apenas hablaba, conservaba, eso sí, unos ojos tristes de niño solitario y pobre. Salimos a la calle y fui paseando con Fidel, sin hablar, sin describirle nada de lo que veíamos. Había jardines olorosos, pero Fidel no parecía percibir su olor, había avenidas tranquilas con bonitos tranvías que daban cierto aire cosmopolita a aquel barrio, pero todo aquello me daba ahora un tanto lo mismo y seguramente a Fidel también. Él nunca podría vivir allí. Instintivamente entré por una de las calles laterales a la avenida y llegué hasta un cruce donde adiviné que aquella figurita alegre y brillante podría ser la de Remedios. Ella paseaba con su perro dolorosamente guapa, estaba sola, fuera del contexto del colegio y de los insufribles moscones, altos, guapos y bien peinados. Sin embargo, me quedé paralizado al verla, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Ella nos miró de soslayo y sonrió para sí. Me detuve y le indiqué a Fidel con un gesto instintivo que la mirara, que la admirara. Él esbozó una leve sonrisa, una complacencia cómplice que jamás habíamos tenido antes. Y así, pasmados, nos quedamos un buen rato absortos ante su presencia, como dos arlequines de la etapa azul de Picasso. FGJ

sábado, 10 de marzo de 2012

Una vida sin gramática

Te has ido...

Pusiste nombre propio
a cada beso.
Cada instante, cada paso
tuvo su palabra
consecuente y vivida.
Era el mundo
de las cosas únicas:
el paseo de novatores,
el reencuentro feliz,
hasta el silencio inevitable
de la despedida.

Como Crátilo
buscaste la relación natural y perfecta
entre el amor y la palabra.

Pero ahora te has ido...
Queda una vida gris,
anónima,
una ausencia insoportable
de palabras recónditas,
una esquina solitaria
que ya no sabe
cómo llamar a los instantes,
una vida sin gramática.

FGJ

miércoles, 21 de julio de 2010

HISTORIADORES DE ROMA EN LA OBRA DE CORTÁZAR Y RIBEYRO

La historiografía antigua ha suscitado pasión en muchos de los autores modernos y contemporáneos. Sería sorprendente comprobar cuántos sugerentes pasajes de la historiografía latina han pasado y quedado latentes en las mentes de los creadores literarios, aflorando después en bellos episodios narrativos. No sólo los antiguos historiadores, sino incluso los modernos son objeto de la ficción. Cortázar, García Márquez, Lezama Lima, Alejo Carpentier o Julio Ramón Ribeyro son sólo interesantes cabezas de este inmenso iceberg.
Publicado por Francisco García Jurado HLGE


Vamos a repasar como ejemplo algunos sugerentes textos de Julio Cortázar y Julio Ramón Ribeyro. Julio Cortázar (1914-1984) da buena cuenta de su conocimiento de los historiadores romanos al referirse explícitamente en uno de sus cuentos nada menos que a Tácito, Suetonio, la Historia Augusta y Amiano Marcelino:

"Por fin, en el presente año, estudio paralelamente una antología de moderna poesía angloamericana de Louis Untermeyer, la historia del Renacimiento en Italia de John Aldington Symonds y -absurda complacencia- la serie de los Césares romanos desde el héroe epónimo hasta el último capítulo de Amiano Marcelino. Para esta tarea me traje -con la gentil aprobación de la bibliotecaria de la Escuela- Tácito, Suetonio, los escritores de la Historia Augusta y Marcelino. En el momento de escribir este relato he llegado a conocer en detalle la vida de los emperadores hasta Probo; pegada a la pared de mi habitación hay una gran hoja de cartulina y ahí registro uno por uno los nombres de aquellos romanos y las fechas de sus reinados (...)"

Todavía resulta más curioso otro fenómeno derivado, como es ver que son, precisamente, los historiadores modernos de Roma, en concreto Theodor Mommsen y Jérôme Carcopino, los que hacen su aparición en la ficción literaria. De esta forma, y aunque los datos son imprecisos, nos da la impresión de que Julio Cortázar está aludiendo a la figura del historiador alemán Theodor Mommsen en el cuento titulado "Sabio con agujero en la memoria", compuesto precisamente mediante retazos de célebres frases latinas, a la manera de un mensaje telegráfico, y donde hace participar también en la acción nada menos que al mismísimo emperador Caracalla:

"Sabio eminente, historia romana en veintitrés tomos, candidato seguro al Premio Nobel, gran entusiasmo en su país. Súbita consternación: rata de biblioteca a full-time lanza grosero panfleto denunciando omisión Caracalla. Relativamente poco importante, de todas maneras omisión. Admiradores estupefactos consultan Pax Romana qué artista pierde el mundo Varo devuélveme mis legiones hombre de todas las mujeres y mujer de todos los hombres (cuídate de las Idus de marzo) el dinero no tiene olor con este signo vencerás. Ausencia incontrovertible de Caracalla, consternación, teléfono desconectado, sabio no puede atender al Rey Gustavo de Suecia pero ese rey ni piensa en llamarlo, más bien otro que disca y disca vanamente el número maldiciendo en una lengua muerta."

A pesar de la vaguedad intencionada, sí podemos encontrar dos referencias dentro del pequeño relato que pueden hacernos pensar en Mommsen: el historiador alemán fue, en efecto, Premio Nobel en 1902 y su Historia de Roma tan sólo abarcó el periodo de la República, hasta el punto de que Gilbert Highet dedica unas páginas encaminadas a valorar por qué no quiso terminar su obra más conocida . Por el contrario, Carcopino sí aparece explícitamente citado e involucrado como especialista de la Historia Antigua en un cuento del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929) titulado "Terra Incognita". El cuento, escrito precisamente en París en 1975, tiene como protagonista a un erudito en Historia Griega, el doctor Álvaro Peñafiel, amigo y colega en la ficción del profesor Carcopino:

"El doctor Álvaro Peñaflor interrumpió la lectura del libro de Platón que tenía entre las manos y quedó contemplando por los ventanales de su biblioteca las luces de la ciudad de Lima que se extendían desde La Punta hasta el Morro Solar. Era un añochecer invernal inhabitualmente despejado. Podía distinguir avisos luminosos parpadeando en altos edificios y detrás la línea oscura del mar y el perfil de la isla de San Lorenzo.
Cuando quiso reanudar su lectura notó que estaba distraído, que desde esa galaxia extendida a sus pies una voz lo llamaba. Habituado a los análisis finos escrutó nuevamente por la ventana y se escrutó a sí mismo y terminó por descubrir que la voz no estaba fuera sino dentro de él. Y esa voz le decía: sal, conoce tu ciudad, vive. (...)
Pero la soledad tenía muchos rostros. Él había conocido únicamente la soledad literaria, aquella de la que hablaban poetas y filósofos, sobre la cual había dictado cursillos en la universidad y escrito incluso un lindo artículo que mereció la congratulación de su colega, el doctor Carcopino. Pero la soledad real era otra cosa. (...)
Cuando estuvo frente al volante quedó absolutamente absorto. Él tenía un conocimiento libresco pero perfecto de las viejas ciudades helenas, de todos los laberintos de la mitología, de las fortalezas donde perecieron tantos héroes y fueron heridos tantos dioses, pero de su ciudad natal no sabía casi nada, aparte de los caminos que siempre había seguido para ir a la universidad, a la biblioteca nacional, a la casa del doctor Carcopino, donde su madre. Por eso, al poner el carro en marcha, se dio cuenta que sus manos temblaban, que este viaje era realmente una explicación de lo desconocido, la terra incognita (...)"

Vemos, pues, cómo en un sillón de cuero de la biblioteca de Álvaro Peñaflor, Carcopino contaba a éste sus últimas lecturas de historia romana. Carcopino, cuya obra acerca de la vida cotidiana en Roma ha servido de tanta inspiración para los cultivadores de la novela histórica, y tan amigo de estudiar las relaciones entre la historia y la literatura, se ve involucrado ahora, aunque sin participar directamente en el trasunto del cuento, en esta particular ficción tan irónica con respecto a la erudición libresca.

Francisco García Jurado
Universidad Complutense