"El hijo de Borges (prosa felizmente apócrifa)"
Para Bruno, Rocío y Cristian
Casi al llegar a la dorada edad de los cincuenta, Leonor
Acebedo le aconsejó a Borges: “Anda, amontona unas almohadas (las lentas dunas
de ese gran mar que es la inmensa noche), busca una buena mujer y procúrate un
hijo”. Al cabo de unos meses, Borges le mostraba, no sin cierto vano orgullo, una
menuda persona envuelta en ropas blancas a la que paseaba una mujer
contundente: “Ahí va mi vástago, toda la esperanza”, pareció decir entre
dientes su feliz padre. Se llamaba simplemente Diego. Diego Borges fue
construyendo sus primeros datos biográficos apenas sin énfasis. Salvo ser hijo
de un padre ilustre y nieto de un tal Jorge Borges, el niño no se alejó ni lo más
mínimo de aquellas exigencias que le marcaba inexorable su corta edad. Acaso no
dio con su primer gran rasgo personal hasta que afirmó que no soñaba y que sentía
cierto desdén por los libros. El desdén se volvió furibundo odio biblioclasta
al ingresar en la escuela elemental. “Es detestable que haya libros y
escritores”, llegó a decir a la temprana edad de seis años, “los primeros
emborronan las imágenes reales, los segundos las pervierten. Nada mejor que un disparo directo y contundente”. A partir de
entonces, su padre apenas volvió a hablar con él de nada, salvo de ciertos
detalles concernientes a una remota adolescencia en Ginebra. No se trataba de
una mala relación, tan sólo de un trato definido por gestos tácitos que muy de
vez en cuando se rompían con frases enfáticas e improcedentes: “Padre, a mí tan sólo me llama
a vivir ese deporte que mis compatriotas, los argentinos, convertirán con el
tiempo en una religión pletórica de vesania”. Esto fue lo que llegó a decir el pequeño
vástago que apuntaba, ya desde su más tierna infancia, a no ser mucho más alto
que su menudo padre, pero sí más grueso. Y. en efecto, Diego Borges no estudió ni leyó nada,
consciente de lo que hacía, e incluso fue ensayando con esmero una nueva forma
de hablar en la que desaprendía con cuidado propio de un filólogo aquellas
palabras y conceptos que su innata condición le había proporcionado, a la
manera de un pesado y ominoso acervo paterno-verbal. Todo fue apuntando, con el tiempo,
a que Dieguito Borges habría de ser un gran iconoclasta de aquello que su padre
amaba: la quietud, Góngora, y los laberintos, frente a su desaforado amor por las esferas. Aunque apenas tuvieran nada de
qué hablar, Jorge Luis lo miraba, no obstante, con un risueño y mal disimulado
gesto de satisfacción. Pero el gran momento, aquel instante donde ambos
parecieron quedar unidos en un simbólico abrazo paternofilial fue cuando, en un
parque de Buenos Aires, mientras Borges padre intentaba componer unos versos de
memoria, Dieguito le propinó el gran balonazo de su vida. Directo a la despeinada
cabeza, fue lo más parecido a un ariete de fuego, casi épico. Todo lo que después
pasó ya lo saben mis lectores. Así es como llegó a un mismo tiempo, como si de
una ironía de los dioses se tratara, la ceguera de Jorge Luis y la fama mundial
de Dieguito. Y de todas aquellas circunstancias magníficamente
previstas nació aquel poema inmortal que todos Vds. habrán leído más de una
vez, el titulado “Oh, mar, ah, dona”, y que comienza así: "Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez el fútbol y la noche".
“Concluya ya este cuento”, le dijo Diego Armando Borges a su autor, “que por fin he rematado a mi padre”.
“Concluya ya este cuento”, le dijo Diego Armando Borges a su autor, “que por fin he rematado a mi padre”.