viernes, 14 de noviembre de 2014

El regalo

EL REGALO

Juana esperaba a que llegara Iván, tantos años juntos, con un voluntario ramo de rosas o algo parecido.
Era uno de esos días que el calendario personal se marca con un círculo rojo, una manera de entender que el tiempo habla, confirma las cosas porque se cumplen aniversarios.
Juana estaba feliz, pero tenía cierta desazón. No sé, pensaba, si Juan se acordaría de que hoy es hoy, de que seguimos juntos, de que nuestra vida tiene sentido porque la compartimos.
Recordaba algún día aciago que coincidía, precisamente, con esta fecha. El día, por ejemplo, que tuvo que llevarle ella misma a una joyería para que le regalara una sortija. Nunca creyó lo que Juan, o Iván, le dijo: me has quitado cualquier iniciativa. ¿Qué iniciativa?, se preguntaba Ivana, ¿la de un hombre que jamás tiene iniciativa, que se olvida de todo? Se trataba de poner un poco más de atención en las cosas, de madurar, a fin de cuentas.
Juana seguía pensando en estos malos recuerdos, pero decidió dejarlos a un lado por el momento, pues aquello tomaba visos de convertirse en una repetición y no deseaba provocar nuevos desastres. En realidad, ella también había cambiado mucho desde entonces, pues ya no se enfadaba con tanta facilidad, tan sólo pedía un poco de atención, un detalle, pero no así, a la fuerza. Había que apelar a la iniciativa de Iván, ahora se había dado cuenta de que él tenía razón, tardase ésta en venir lo que tardase.
Juan, además de sus indecisiones y olvidos, no terminaba jamás de ser feliz. Era mejor olvidarse hoy de esas frases que no querían herir, pero que herían. Nunca había sabido lo que quería hacer con su vida, y cuando se le ofreció una vida feliz, en bandeja, no supo aprovecharla.
Ahora es cuando Juana, tras tantos años, se sintió como un ejército que asedia una ciudad y acaso se da cuenta de que todo ha sido en vano. Quizá se empeñó en luchar por vivir junto a alguien que en realidad no existía, que ella misma creó con la lógica implacable de quien quiere tener una vida razonable en un mundo irracional.
Iván, mientras tanto, intentaba reunirse con Juana cuanto antes. Había corrido hasta llegar a la parada del autobús, pero el vacío absoluto de personas le hizo sospechar que acababa de irse todo el mundo ya, sin esperarle, y Dios sabe cuándo pasaría el siguiente coche. Puede que cinco, diez minutos, acaso veinte. Qué curioso, si se suma poco a poco, pensaba, no parece que el tiempo varíe tanto, pero de cinco a veinte minutos hay mucha diferencia. Pasó más de media hora y no llegó autobús alguno. La espera era ya desaforada y preguntó a un responsable de la estación. A las diez salía el último, le respondieron. Pero sin son las diez menos dos minutos. No, caballero, son las once. Creo que su reloj no está puesto en hora.
Tanto correr, tanto pedir permiso y por favor, en la oficina, porque quería llegar a una hora prudente para estar con Juana, porque había apuntado desde hacía meses en un calendario aquel día, porque hoy no iba a ser como siempre. Y qué casualidad. Hoy tuvo que trabajar de mañana a tarde, una urgencia imprevista, aunque eso no significaba el fin, porque tenía previsto llegar cuanto más tarde a las once. Eran las once, pues, y le separaban de Ivana ochenta largos kilómetros y, más aún, la sensación de siempre, la desagradable inquietud de lo inevitable. Pero hoy se había hecho el propósito de dejar a un lado sus dudas, la sombra de haber cometido un imperdonable error al dejar que su voluntad se plegara ante la implacable lógica de Juana, tan vital, tan sabia, tan dueña de las situaciones.
Mira, Juana, lo siento como nunca he sentido nada. Pero se ha dado un cúmulo de circunstancias que me han impedido coger el autobús. Tengo el reloj averiado, precisamente hoy, que llevaba meses esperando... Es una más, Iván, no es más que eso... No, no me entiendes o no me explico, no se trata de un olvido ni de nada parecido... Pues tú me dirás, pues lo del trabajo no podía arreglarse, estoy de acuerdo, pero lo que me cuentas del reloj y de no coger el autobús es uno de tus infinitos despistes... Claro que sí, tienes toda la razón... No es cuestión de tener o no tener razón, es que ya son muchas, Iván, y todo ello sólo responde a un hecho: en realidad no me quieres... No sé qué contestar a eso, cuando me encuentro solo en una estación, agotado y sin nadie que pueda darme una palabra de ánimo... Ya te digo que no se trata de hoy, ni tan siquiera de ayer, me he dado cuenta hace tiempo: tú, en realidad no me querías, o me querías con ese desvaimiento con que soléis querer los hombres. Me merecía otra cosa, he dejado todo por ti, por esta pareja, y ahora sólo encuentro un sombra a mi lado... Pues, fíjate, quizá el cansancio y la desesperación me animan a ser sincero, pero no te voy a decir que no. Tú no tuviste tampoco culpa alguna, pero yo no he hecho más que vivir la vida que me dictaste, a falta de una propia que Dios sabe cuándo habría encontrado... Para entonces no te iba a haber esperado, como ahora tampoco tengo ganas de esperarte... Ya, lo sé, pero no creo que sea momento de... Sí lo es, Juan, cualquier momento es bueno para darse cuenta de que... Pero si hoy es la primera vez que yo... No me importa nada, Iván, se acabó... Espera, Juana, si lo que quería decirte... Adiós, y ahora para siempre...

El teléfono enmudeció, dejando a Juan esa sensación insensata y atolondrada de no saber responder ante las grandes catástrofes. Pensó absurdamente en aquellas fotos de desastres, de incendios terribles donde un superviviente, con cara de no haber pasado nada, sonríe a una cámara. Es curioso, pensó Juan, de ese superviviente, quizá un pobre imbécil, acabará dependiendo después que la vida siga. Y mientras juan, que había perdido hasta la mayúscula de sus nombres, colgaba el teléfono, en un último acto cívico, dejaba caer de su brazo un hermoso paquete forrado con papel de regalo.