domingo, 18 de julio de 2010

PROPÓSITOS Y OLORES


PROPÓSITOS Y OLORES

En realidad, nunca supo por qué el olor de la raciones recién hechas de aquel bar le hacía sentir tan feliz cada noche, cuando regresaba a casa. La juventud es un periodo de grandes posibilidades, pero también se siente la tragedia de no estar haciendo “casi” nada, mientras en países lejanos y brumosos jóvenes míticos de su misma edad experimentan vidas inéditas entre bellísimos chapiteles góticos. Qué difícil es saber lo que realmente se quiere hacer y llevarlo a cabo sin más, sobre todo cuando otras decisiones, tomadas sobre la marcha al hilo de los días, van tejiendo una maraña invisible que nos conduce a otros propósitos, a aquello que no quisimos. Su gran amigo partiría a los Estados Unidos la semana siguiente, a una de esas universidades que sólo se ven en las películas. Han ido los tres al teatro, casi en un día extemporáneo, y se adivina cierta tensión propia de una pareja que se deja acompañar por un tercero. Ella sabe que su amigo marchará y estará ausente por mucho tiempo, que ya no habrá lugar a este tipo de salidas al teatro, acompañados también por su novio, que se siente claramente incómodo. Hablan un rato tras salir de la función. Toman unas cañas, pero sin raciones, lo que no obsta para que se sienta feliz sin razón aparente. Los dos hombres que la acompañan parecen tener muy claro lo que quieren: uno alejarse de su mundo cuanto antes, el otro casarse con ella. El primero tiene su edad, el otro les saca al menos seis años. Todavía recuerda cuando conoció a su compañero de clase en los primeros días de la facultad. Aún iba a recogerla su novio al campus, tras salir del trabajo. Al principio le hablaba acerca de su nuevo compañero de facultad sin tapujos ni miedos. Fue al cabo de unos meses cuando observó que su novio ponía cierto gesto extraño y silencioso, y fue cuando pensó que a lo mejor le hacía de menos hablándole con tanta libertad. Todo derivó en su posición de visagra entre dos hombres, el trabajador y el estudiante, el que quería hacer una vida normal con ella y el que jamás la haría, el que ahora se quedaba y el que se iría al cabo de unas horas. Con uno compartía proyectos esperables en una pareja de su edad, como comprar cosas para su futura casa o abrir una cuenta de ahorro-vivienda. Con el otro compartía los libros de Montesquieu y una pasión desaforada por la poesía moderna. Ella pensó alguna vez en la posibilidad de que ambos hombres se fundieran, o que al menos uno de ellos desapareciera de su vida para no terminar descoyuntada entre el reino de lo real y el reino de lo posible. Ella también quería irse lejos, pero no dejaba de valorar lo que iba a dejar aquí, labrado tras años de paciente relación y de pequeñas ilusiones. Esa tarde del teatro sus dos mundos coincidieron físicamente en torno a una mesa sobre la que se posaban tres cañas, y sobre la que flotaba un seductor aroma a raciones recién hechas. Su compañero de curso no tardó en sacar el tema de su partida a los Estados Unidos, donde comenzaría su doctorado al calor de una prestigiosa universidad. No tardó tampoco en adornar toda aquella vivencia futura con colores que evocaban postales de campus universitarios en los años treinta, el semillero de grandes propósitos que lo volverían, al menos a los ojos de ella, en un ser casi divino y literario. Fue entonces cuando su novio interrumpió aquel poema épico y dejó caer unas palabras que pesaron más que la noche: ¿sabes que nos vamos a casar el año que viene? Hubo un silencio, seguido por varios rubores. Ella recordó que esta frase respondía a una conversación tensa y oscura que habían tenido unos días atrás, al salir de una promoción inmobiliaria. Ella veía aquellos pisos como pequeños depósitos de vida, utopías rectangulares, pero naturalmente habría que vivir en alguna parte, no todo era pensar en el aire, como su compañero, y disfrutar del amanecer en un parque. Recordó cómo calcularon una cronología fatal, donde a la terminación del inmueble le seguiría la consiguiente boda, si es que todavía quería hacer todo esto, claro. Claro que sí, cariño, frase tras la cual se abría un abismo entre aquello que había que decir para que nadie sufriera y un implacable laberinto de sensaciones imprecisas y de vértigo. Tras aquella frase lapidaria, su compañero de clase también se ruborizó y no supo muy bien qué decir. Observó que le miraba de reojo el cuello de su blusa entreabierta, y no acertó a ver en ello una suerte de recorrido desesperado por aquel paraíso anatómico que jamás besaría. No solemos ver nuestro cuerpo como un paraíso, más bien como un infierno. Al cabo de unos dos interminables minutos su compañero de curso, su amigo del alma, aquel con quien desayunaba cada mañana en el bar de la facultad, dejándose llevar por el olor de los cafés recién hechos, hizo como que se alegraba del futuro evento aclarando, eso sí, que imaginaba que aquello era lo que ambos querían. Buena puñalada como respuesta, que quedó clavada como una frase atemporal, al igual que la sentencia de un filósofo presocrático. Luego salieron del bar y ella olió por última vez aquel aroma a raciones recién hechas. Su novio tenía que retirarse, pues al día siguiente iría a trabajar, no como ellos, que todavía eran estudiantes. Fueron a acompañarle al coche, novia y compañero de curso de la novia, y partió con un gesto ambiguo de victoria y desasosiego. Se supone que los compañeros podían quedarse un rato a solas, sobre todo porque uno de los dos partía al cabo de muy poco tiempo, y ahora los novios son muy modernos y hacen estas cosas porque confían en sus parejas plenamente. Él tampoco había pretendido competir como un reno ante otro reno, pues ya se sentía mayor y en otra vida más real, como para estar con niñerías de estudiante. Al final quedaron ella y su compañero solos, paseando un rato, más bien errando. Él vio por casualidad a un antiguo amigo del colegio, que le saludó muy emotivo. Hablaron distendidamente y el viejo amigo de infancia creyó que la chica era su novia. Les preguntó como si tal cosa que cuándo se casaban, que si pensaban tener hijos, y él respondió que nada de eso, al menos en lo que a él concernía. Fue una respuesta cortés, sí, pero a ella le pareció una suerte de insulto a lo que sería su propio futuro personal. Ella sintió que lo que su compañero pretendía decir era que él no quería saber nada de esas cosas que hacen las personas sencillas y normales, que se quedan en el mundo de lo real, con sus novios laboriosos y aburridos que terminarán siendo maridos barrigudos y perfectamente desenamorados. Ella entendió que quiso decir cosas terribles y dañinas tras esa fórmula de cortesía. Ella hubiera querido que, por un momento, hubiera representado la ficción de, al menos, ser ambiguo, y de que su antiguo amigo de infancia creyera y se fuera creyendo que estaban enamorados y pensaban hacer una vida en común. El amigo, con toda su ingenuidad, fue mucho más cortés cuando dijo que era una pena dejar pasar de largo una mujer tan guapa e interesante. Risas nerviosas pusieron fin a ese encuentro en apariencia inocente. Al final se volvieron a quedar solos, y su compañero de curso, aquel con quien había compartido tantas horas de estudio y charla, no tuvo más remedio que referirse al incidente de la mesa con las tres cañas diciendo algo tan previsible como que no sabía nada de sus futuros proyectos. Yo tampoco, contestó la chica, aún a sabiendas de que había una parte de mentira en este aserto. Pero esta contestación volvía a abrir el abismo, el mismo abismo que sentía tras visitar una promoción inmobiliaria, y no dejaba de ser un reclamo para que él tirase de la manta. Pero él no lo hizo. Simplemente volvió a mirar su cuello, intentando sumergir la mirada triste un poco más allá, como queriendo intuir un paraíso que jamás vería.

FRANCISCO GARCÍA JURADO

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